Nate Channing había vuelto a la ciudad. Katy Bates casi podía imaginárselo apoyado con displicencia en su coche destartalado, con una camiseta blanca y unos vaqueros gastados. Sin embargo, Nate ya no era el joven conflictivo que todos odiaban, sino un hombre que se había hecho a sí mismo.

Nadie en esa polvorienta ciudad del oeste de Texas había comprendido que Katy y Nate eran espíritus afines, aunque ella se hubiera criado en el barrio rico y él al otro lado de las vías del ferrocarril. Pero Kate siempre lo había sabido y recordaba con vívida claridad la pasión que en otra época habían compartido.